Museo Etnográfico de Palau

En un paisaje salpicado de la blancura de corrales soleados, comienza la historia de la civilización que los habitó. Las genealogías de las primeras familias de Palai se entrelazan a la sombra de los enebros curvados por el viento mistral, a lo largo del curso del río Liscia. Pronto se trasladarían al pueblo, a Lu Palau, para bucear desde la tegghja de Palau Vecchio, la playa de todos. Dentro de la granja, cada habitación está impregnada de sabores y aromas antiguos. De la cocina salen vapores densos, la leche hierve sacudida por el movimiento hipnótico de la bulia que, como en un rito alquímico, la transforma en miciuratu, brocciu, casgiu. No un queso cualquiera, sino uno de esos que pueden adoptar formas más dispares. A veces es un pajarito, a veces es una flor, pero sobre todo es como una pera grande. Una pera con sabor a queso, colgada de la percha para que madure, destinada a decorar las mesas de los Palaesi. Así, en el Museo Etnográfico el olor a queso es evocado por los fulculi expuestos, el aroma del café recién tostado cobra vida en las tostadoras colgadas junto a la ciminea, mientras que el baliri de corcho, una vez lleno de agua fresca, destaca en el balastragghju. Las castañas asadas parecen todavía crepitar en la sartén de hierro, a lo lejos el recuerdo del olor de las naranjas recogidas en grandes corbulones colocados a los pies de la cama se mezcla con el de los ravioles servidos con la espumosa truddha. Una busciaccara recuerda que pocas distracciones tenía la mujer Gallura, siempre ocupada en su papel de administradora, tal vez sólo de estanco, único placer del esfuerzo del día, junto a ese misterioso mundo de amuletos y devoción cristiana. El eco de los li steddi, de los niños, irrumpía a menudo en el patio, lu pastricciali, teatro de juegos infinitos. Prensas, arados y yugos conservados en el Museo Etnográfico nos recuerdan que mientras tanto los hombres se dedicaban a las labores habituales del campo. El duro ciclo de las estaciones empujaba a todos, hombres y mujeres, a esperar con ansiedad la época de las bodas y las fiestas campestres, oportunidades imperdibles para socializar al ritmo de las rondas escocesas. La Gallura más auténtica vive aquí, en el interior del Museo Etnográfico de Palau, en su colección de cuentos, entre olivos y granitos, donde parece que no hay mar.