La primera exposición póstuma de uno de los artistas contemporáneos más queridos por el público, una colección que hoy suena como un auténtico testamento espiritual.

Fernando Botero es uno de los grandes maestros de la contemporaneidad: pintor, escultor y diseñador. Su estilo inconfundible le ha situado con razón entre los artistas más importantes continuadores de la tradición pictórica de los siglos XX y XXI. A los veinticuatro años Botero pintó un bodegón con mandolina. En aquella ocasión, por primera vez, el artista colombiano destacó uno de los elementos retratados, aumentando sus dimensiones como nunca antes se había visto. En poco tiempo se aplica el mismo tratamiento al cuerpo humano, así como a los objetos, creando un estilo que se ha convertido en una auténtica marca registrada. Botero no pinta cuerpos gordos pero, como él mismo afirma, pinta volúmenes.

Desde entonces Botero ha construido mundos sensuales, poblados de personajes llenos de inmenso y feliz placer, a través de esa serena y suntuosa abundancia de formas que encontró su madurez hacia finales de los años 70. Su obra sigue la gran tradición pictórica occidental, a través de homenajes, reinvenciones, citas pero también en el planteamiento formal y temático. Entre las referencias que Botero interpreta de manera amplificadora -nunca simplemente imitativa- se encuentran las obras de Paolo Uccello, Peter Paul Rubens, Diego Velázquez, Paul Cézanne y Pablo Picasso.

Botero es básicamente un artista que piensa a través de la pintura. Existen múltiples niveles de lectura e interpretación de su obra. Este aspecto de su obra reaparece en la serie Vía Crucis, sesenta obras entre óleos y dibujos preparatorios que desnudan y revelan uno de los aspectos más íntimos y privados del Maestro: su relación con lo eterno y con la religión.