En el cuadro de Orazio Gentileschi ni la Virgen ni el niño Jesús miran hacia el observador: todo queda como contenido en el lienzo y la esencia de la obra se juega en el mutuo intercambio de miradas y contactos entre madre e hijo. No percibimos esa solemnidad ritual que caracteriza las representaciones de la Virgen con el Niño: si no fuera por el borde dorado de la aureola, podría parecer un tema profano, un momento de intimidad familiar. Este efecto se obtiene también gracias al uso del color: sobre un fondo mate, a base de tonos ocres y marrones, el cuadro se ilumina de luz en las encarnaciones de madre e hijo y en la tripartición de colores puros (rojo, amarillo, azul ) elegido para la ropa. La naturalidad de la escena y el ambiente luminoso, cercano a la estética caravaggesca, atestiguan cuánto entendió Gentileschi el alcance innovador de la obra de su colega lombardo, con quien había tenido contacto directo durante los años que vivió en Roma.