Al observar esta obra, uno puede percibir de inmediato la extraordinaria habilidad de Gian Lorenzo Bernini para extraer un aliento vital de la materia inerte. Un resultado obtenido a través de pequeños detalles aparentemente secundarios: los labios que parecen a punto de abrirse, la barba sin afeitar en las mejillas, un botón de la muceta no abrochado del todo, los iris de los ojos grabados con la punta del taladro. Detalles que congelan el momento fugaz del presente en piedra, capturan el momento, infunden al retrato una gran inmediatez e individualidad psicológica. Todos estos elementos dan testimonio del excepcional dominio técnico con el que Bernini supo obtener efectos particulares del mármol, no por el virtuosismo como un fin en sí mismo, sino para dar al retrato una naturalidad que hace parecer al observador que realmente está en el presencia del papa. Como observó el erudito Lelio Guidiccioni en 1633, el movimiento sabiamente insinuado de la cabeza y el hombro es suficiente para darnos la impresión de estar de rodillas frente a un retrato parlante del pontífice, que con un gesto benévolo de bendición llama nos levantamos